martes, 25 de diciembre de 2012

¡Feliz Navidad!

«Salten de júbilo los hombres, salten de júbilo las mujeres; Cristo nació varón y nació de mujer, y ambos sexos son honrados en Él. Retozad de placer, niños santos, que elegisteis principalmente a Cristo para imitarle en el camino de la pureza; brincad de alegría, vírgenes santas; la Virgen ha dado a luz para vosotras para desposaros con Él sin corrupción. Dad muestras de júbilo, justos, porque es el natalicio del Justificador. Haced fiestas vosotros los débiles y enfermos, porque es el nacimiento del Salvador. Alegraos, cautivos; ha nacido vuestro redentor. Alborozaos, siervos, porque ha nacido el Señor. Alegraos, libres, porque es el nacimiento del Libertador. Alégrense los cristianos, porque ha nacido Cristo» (San Agustín, Sermón 184)

En verdad hemos de alegrarnos, porque Cristo nace esta noche. ¿Dónde nace? Nace en nuestros corazones. Nació en los que nos precedieron llenándoles de esperanza y nacerá en los corazones de todos aquellos que le esperarán en el futuro. Nuestro corazón es como aquella cueva-establo de Belén, que esperaba ver nacer al Señor. Cristo no nació en una estancia rica, ni limpia, ni noble, sino en un establo, con la sencillez y la suciedad que se puede esperar de un sitio así. De la misma forma, el Señor no espera que nuestro corazón sea rico, limpio ni refulgente. El, al nacer, lo transformará en un lugar nuevo. Un lugar digno del hijo de Dios mismo.

Esto nos hace llenarnos de esperanza y de júbilo. Pero la alegría no debe ser flor de un día, sino que debe acompañarnos todo el año hasta la próxima Navidad. Seguramente habrá personas que frunzan el seño y piensen que festejamos al que nunca llegó y que nunca volverá. No se lo tengamos en cuenta. En nuestra alegría, seamos humildes y sinceros.

«Es la misma humildad la que da en rostro a los paganos. Por eso nos insultan y dicen: ¿Qué Dios es ése que adoráis vosotros, un Dios que ha nacido? ¿Qué Dios adoráis vosotros, un Dios que ha sido crucificado? La humildad de Cristo desagrada a los soberbios; pero si a ti, cristiano, te agrada, imítala; si le imitas, no trabajarás, porque Él dijo: Venid a mí todos los que estáis cargados». (San Agustín. Comentario al Salmo 93)

¿Cómo podemos encontrar al Niño si no los buscamos? ¿Cómo podemos conocer a quien no deseamos? Benedicto XVI, en el Ángelus de este pasado lunes, nos pide que “imitemos también a Isabel que recibe al huésped como Dios mismo: sin desearlo, no conoceremos nunca al Señor, sin esperarlo no lo hallaremos, sin buscarlo no lo encontraremos” (Benedicto XVI, Ángelus 24-12-12) Hay quien no busca a Dios, pero también hay quien huye de El. Son los que nos preguntan con sorna por aquel que nos salvado y que nace en nuestro corazones. Hablan de nosotros diciendo que actuamos con soberbia al no aceptar que puede ser que no haya existido Cristo, pero quien lo ha sentido nacer en su corazón, tiene la certeza de su existencia. Quien no ha sentido nunca el calor del pesebre en su corazón, no podrá aceptar que Cristo haya nacido, nazca y nacerá en cada uno de nosotros.

«Yacía en el pesebre, y atraía a los Magos del Oriente; se ocultaba en un establo, y era dado a conocer en el cielo, para que por medio de él fuera manifestado en el establo, y así este día se llamase Epifanía, que quiere decir manifestación; con lo que recomienda su grandeza y su humildad, para que quien era indicado con claras señales en el cielo abierto, fuese buscado y hallado en la angostura del establo, y el impotente de miembros infantiles, envuelto en pañales infantiles, fuera adorado por los Magos, temido por los malos» (San Agustín. Sermón 220,1)

La Epifanía es la manifestación de lo Alto, que nos llena de sentido y de esperanza. Ojalá fuesen Epifanía todos y cada uno de los días de nuestra vida.  Feliz Navidad

domingo, 23 de diciembre de 2012

«Viene el que puede más que yo»

Juan no tan sólo habló en su tiempo anunciando el Señor a los fariseos, diciendo: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (Mt 3,3). También hoy clama en nosotros, y su voz de trueno estremece el desierto de nuestros pecados. Incluso enterrado en el sueño del martirio, todavía resuena su voz. Hoy nos sigue diciendo: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos».

Juan Bautista ordenó preparar el camino al Señor. Veamos cuál es ese camino preparado al Salvador. De un cabo al otro ha trazado y ordenado perfectamente su camino para la llegada de Cristo, porque en todo fue sobrio, humilde, austero y virgen. Por eso al narrar éstas virtudes suyas, el evangelista dice: «Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero en la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre» (Mt 3,4). ¿Hay signo más grande de humildad en un profeta que el desprecio de sus vestidos mullidos y vestirse con pelos ásperos? ¿Hay una señal más profunda de fe que estar siempre a punto para cualquier servicio, con un simple taparrabo atado a la cintura? ¿Hay una señal más esplendorosa de abstinencia que renunciar a las delicias de esta vida y alimentarse de saltamontes y miel silvestre?

Según mi parecer, todas estas actitudes del profeta eran proféticas en sí mismas. Cuando el mensajero de Cristo llevaba un vestido áspero, de piel de camello, ¿no significaba todo ello simplemente que Cristo, en su venida, se revestiría de nuestro cuerpo humano, hecho de un tejido espeso, áspero por sus pecados?... El cinturón de piel significa que nuestra frágil carne, que antes de la venida de Cristo estaba orientada hacia el vicio, él la conduciría a la virtud. (San Máximo de Turín. Sermón 88)

Juan el Bautista puede ser, en cierto sentido, un modelo para los evangelizadores. El no se preocupó de hacer llegar el Mensaje de Dios, sino de anunciar a quien lo iba a difundir. «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos»

Los evangelizadores deberíamos ser personas austeras, que evidenciáramos que no somos más que simples recipientes del kerigma. Juan fue una persona capaz de llevar la Esperanza a quien le quisiera escuchar y lo hacia sin miedo a lo que le pudieran acarrear sus palabras

Es interesante detenernos a pensar en cómo anunciamos la venida de Cristo, fijándonos en cómo anunciamos la navidad.

La primera antífona de esta celebración vespertina se presenta como apertura del tiempo de Adviento y resuena como antífona de todo el Año litúrgico: “Anunciad a todos los pueblos y decidles: Mirad, Dios viene, nuestro Salvador" (...). Detengámonos un momento a reflexionar: no usa el pasado —Dios ha venido— ni el futuro, —Dios vendrá—, sino el presente: “Dios viene". Como podemos comprobar, se trata de un presente continuo, es decir, de una acción que se realiza siempre: está ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá también en el futuro. En todo momento "Dios viene". (Benedicto XVI, Homilia 1º domingo de Adviento 2006)

¿La Navidad ocurre? ¿Ocurrió u ocurrirá? La Navidad ocurre en cada momento de nuestra vida, aunque la festejemos el 25 de diciembre. De ahí procede la Esperanza que todo cristiano lleva con el. Por eso Juan el Bautista habla en presente al llamar a que allanemos y preparemos el camino al Señor. La Navidad es un tiempo presente que nos da sentido todo el año y con especial relevancia, en el tiempo de Adviento.

Si han seguido las noticias, seguramente sabrán que en las felicitaciones del Parlamento Europeo no existe la menor referencia a la Navidad y el cristianismo. Europa nació como cristiandad y es triste que nuestros políticos intenten borrar el sustrato cristiano de las fechas que vivimos. Sin duda buscan ser “políticamente correctos” para no “ofender” a colectivos anticristianos diversos. Lo que si es evidente es que olvidan la Esperanza que significa el Nacimiento del Hijo de Dios. ¿Qué esperanza tendríamos si únicamente tuviéramos que confiar en estos políticos?

Se acerca la Navidad, así que no nos privemos de felicitar la Navidad a quienes nos rodean. Feliz Navidad estimado lector.

domingo, 9 de diciembre de 2012

¡Hoy hemos visto cosas extraordinarias!


Dulce es la luz, y qué bueno es contemplar el sol con los ojos de la carne...; por eso ya dijo Moisés: «Y Dios vio la luz, y dijo que era buena» (Gn 1,4)...

Cuán bueno es pensar en la grande, verdadera e indefectible luz «que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9), es decir, Cristo, el Salvador y libertador del mundo. Después de haberse desvelado a los ojos de los profetas, se ha hecho hombre y ha penetrado hasta las profundidades más hondas de la condición humana. Es de él que habla el profeta David: «Cantad a Dios, tocad en su honor, alfombrad el camino del que avanza por el desierto; su nombre es el Señor: alegraos en su presencia» (Sl 67, 5.6). Y también Isaías, con su potente voz: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9,1)...

Así pues, la luz del sol vista por nuestros ojos de carne anuncia al Sol espiritual de justicia (Ml 3,20), el más bello de cuantos se han levantado para aquellos que han tenido el gozo de ser instruidos por él y de mirarle con sus ojos de carne, mientras vivía entre los hombres como un hombre cualquiera. Y, sin embargo, él no era un hombre cualquiera, puesto que había nacido verdadero Dios, capaz de devolver la vista a los ciegos, de hacer caminar a los tullidos, de hacer oír a los sordos, de purificar a los leprosos y, con una sola palabra, devolver a los muertos, la vida. (Lc 7,22). (San Gregorio de Agrigento, Sobre el Eclesiastes, libro 10,2; PG 98, 1138)

¿Hemos visto nosotros la Luz? Tal vez, pero nunca hemos podido contemplarla en todo su esplendor. Siempre interponemos algo para que el resplandor no nos deje ciegos todo lo que nos ata a este mundo. Muchos no alcanzamos a ver más que tenues luces entre la oscuridad, a la que nos lleva nuestra ceguera. Pero tenemos Esperanza, “nacido verdadero Dios, capaz de devolver la vista a los ciegos” e incluso “devolver a los muertos, la vida”. ¿Qué podemos temer? Sin duda lo que tenemos que temer es nuestra propia ceguera, porque la podemos utilizar como escusa para negar la existencia de la Luz.

Estamos ciegos y no deseamos perder la cómoda oscuridad que nos protege del compromiso. No somos como el pueblo que indica Isaías “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló”. A nuestra sociedad no le gusta la Luz, la teme y la rechaza. ¿Qué podemos hacer? Nada por nosotros mismos. Cristo es el único capaz de curar la ceguera que padecemos, pero hemos de acércanos e implorar su ayuda. Dos siglos de avances de la ciencia y la técnica, nos han hecho olvidar que las herramientas nunca pueden sustituir al artista. Ahora adoramos las herramientas como si, por si solas, pudieran salvarnos.

Los cristianos no debemos idolatrar las herramientas que Dios nos ha dado ni poner nuestra esperanza en el desarrollo del conocimiento humano. Podemos ver que los problemas de la sociedad nunca disminuyen y si parecen desaparecer, tras unos años aparecen de nuevo. La ciencia y la técnica no son la respuesta final que necesita el ser humano.

Decía Benedicto, ayer día 8, en el tradicional mensaje en el día de la Inmaculada:

Hay una segunda cosa, aún más importante, que la Inmaculada nos dice cuando estamos aquí, y es que la salvación del mundo no es obra del hombre - de la ciencia, de la tecnología, de la ideología -, sino es por la gracia.

A  veces ponemos nuestras esperanzas en planes, programas e iniciativas humanas. Cierto es que estas estructuras son necesarias, pero por si solas no pueden nada. Son incapaces desde el mismo momento que las ideamos. Sólo la Gracia del Señor puede dotar a estas estructuras de vida. Sólo el Artista, puede tomar las herramientas y dar lugar a la obra de arte que sólo El puede crear.

Muchas veces esperamos que los proyectos den fruto por ellos mismos y no nos damos cuenta que es Dios quien se hace cargo de llenar de sentido y vida aquello que nosotros humildemente proponemos. La Esperanza está en Cristo y por ello hemos de aceptarlo y ponernos a su disposición.

domingo, 11 de noviembre de 2012

No pueden coexistir el Reino de Dios y el reino del pecado.

No pueden coexistir el Reino de Dios y el reino del pecado. Por consiguiente, si queremos que Dios reine en nosotros, procuremos que de ningún modo «el pecado siga dominando nuestro cuerpo mortal» antes bien, mortifiquemos «todo lo terreno que hay en nosotros» y fructifiquemos por el Espíritu; de este modo, Dios se paseará por nuestro interior como por un paraíso espiritual y reinará en nosotros él solo con su Cristo, el cual se sentará en nosotros a la derecha de aquella virtud espiritual que deseamos alcanzar: se sentará hasta que todos sus enemigos que hay en nosotros sean puestos «por estrado de sus pies», y sean reducidos a la nada en nosotros todos «los principados, todos los poderes y todas las fuerzas».

Todo esto puede realizarse en cada uno de nosotros, y «el último enemigo, la muerte», puede ser reducido a la nada, de modo que Cristo diga también en nosotros: «¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?» Ya desde ahora este nuestro ser «corruptible», debe revestirse de santidad y de «incorrupción», y este nuestro ser, «mortal», debe revestirse de la «inmortalidad» del Padre, después de haber reducido a la nada el poder de la muerte, para que así, reinando Dios sobre nosotros, comencemos ya a disfrutar de los bienes del nuevo nacimiento y de la resurrección. (Orígenes. La oración, 25; GCS 3, 356)

Orígenes nos muestra una realidad incontestable, no pueden coexistir en un mismo acto pecado y virtud. El Reino de Dios con lleva la virtud y la reino del pecado, conlleva la muerte, el dolor y el sufrimiento. Incluso si utilizamos la semántica y la ideología para desdibujar u ocultar el pecado, el sufrimiento no desaparece.

Orígenes no indica que “mortifiquemos «todo lo terreno que hay en nosotros»”. ¿Qué significa esto? No se trata de demoler la naturaleza humana que portamos con nosotros, sino depurarla del pecado que corrompe y destruye la propia naturaleza. Hay que saber discernir bien y no intentar destruirnos como personas. Esto se ve mucho más claro en la siguiente frase, que dice lo mismo, pero en formato positivo: “fructifiquemos por el Espíritu; de este modo, Dios se paseará por nuestro interior como por un paraíso espiritual

Es interesante la indicación sobre el destino de la fructificación del Espíritu en nosotros “todos sus enemigos que hay en nosotros sean puestos «por estrado de sus pies», y sean reducidos a la nada en nosotros todos «los principados, todos los poderes y todas las fuerzas».” Ya no reinará el relativismo y el conformismo que nos lleva a arrodillarnos ante los poderes políticos que nos imponen modelos de ser humano y sociedad, contrarios a nuestra naturaleza. Pero para ello hemos de rebelarnos a los poderes y principados que dominan el mundo. Rebelarnos internamente, ya que “todo esto puede realizarse en cada uno de nosotros, y «el último enemigo, la muerte», puede ser reducido a la nada”.

Si cada uno de nosotros cambia y se convierte el mundo se convertirá en el Reino de Dios y dejará de ser el “reino del pecado”. Para ello “este nuestro ser, «mortal», debe revestirse de la «inmortalidad» del Padre”, es decir, debe ser transformado por la Gracia del Señor para que podamos fructificar por el Espíritu. De esta forma, “reinando Dios sobre nosotros, [comenzaremos] ya a disfrutar de los bienes del nuevo nacimiento y de la resurrección

Es maravilloso entender el mensaje que nos hace llegar Orígenes. Es un mensaje lleno de Esperanza y Caridad. Dejarnos transformar por el Espíritu es  conseguir ser seres humanos completos y perfectos. Conformarnos con nuestros defectos y pecados, sólo nos trae más sufrimientos y desdichas.

Todo esto puede realizarse en cada uno de nosotros, y «el último enemigo, la muerte», puede ser reducido a la nada.

Miremos el ejemplo de los santos y nos daremos cuenta que es posible.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Ante lo imposible, la humildad nos trae Esperanza


Hemos terminado el Sínodo sobre la Nueva Evangelización, estamos dentro de las celebraciones y actividades del Nuevo Año de la Fe, sin dejar atrás la celebración, en Valencia (España), de un estupendo congreso sobre Pastoral Juvenil. Estamos exultantes y llenos de ánimo por nuestra capacidad de encarar lo problemas de la Iglesia. Hemos hablado de métodos, disposiciones, actividades, pero se nos está olvidando la palabra humildad. Es interesante leer este breve texto sobre la humildad que escribió el Padre Pío y después, mirar la actualidad eclesial.

La humildad es la verdad, y la verdad es que yo no soy nada. Por consiguiente, todo lo bueno que tengo viene de Dios. Pero a veces malgastamos lo que Dios ha puesto de bueno en nosotros. Cuando veo la gente que me pide algo, a veces ni pienso en lo que podría darles, sino en lo que no soy capaz de dar y por tanto, muchas almas quedan sedientas porque yo no he sabido transmitirles lo que Dios les quería dar.

La idea que el Señor viene cada día a nosotros y nos da todo, nos tendría que llevar a la humildad. Sin embargo, pasa lo contrario porque el demonio despierta en nosotros sentimientos de orgullo. Esto no nos honra. Hay, pues, que luchar contra nuestro orgullo. Cuando nos parece que nos puede, paremos un instante, hagamos un acto de humildad. Entonces, Dios que ama los corazones humillados vendrá en nuestra ayuda. (San Pio de Pietrelcina, Buona giornata 8/8)


Sin querer disminuir en nada este maravilloso momento eclesial, es maravilloso asumir con humildad “que el Señor viene cada día a nosotros y nos da todo”. Humildad que no quiere decir quietismo o parálisis, sino la aceptación profunda de la Voluntad y la Providencia Divina. La humildad nos permite entender que los planos y los planes son estupendos, pero que serán nuestros humildes pies quienes anden paso a paso el camino y que la fuerza que nos permitirá llegar a la meta, no proviene de nosotros, sino de Dios. La humildad nos permite ver que, a veces, los planes se quedan en intenciones muy bien justificadas, ya que los medios y la capacidad de hacerlas realidad no siempre están disponibles.

¿Cómo hacer lo imposible? Se preguntarán muchas personas que viven en situaciones complicadas. En ese momento aparece la necesidad de buscar inspiración divina. Planear es relativamente sencillo y nos llena de orgullo, lo complicado es hacer realidad los planes desde la humildad.

Ahí nos encontramos con un interesante problema que el Padre Pío, sabiamente nos indica: “… el demonio despierta en nosotros sentimientos de orgullo” ¿Orgullo? Cierto, orgullo que nos impide aceptar los medios que tenemos y nos hace rendirnos antes de empezar la batalla. “Cuando veo la gente que me pide algo, a veces ni pienso en lo que podría darles, sino en lo que no soy capaz de dar y por tanto, muchas almas quedan sedientas porque yo no he sabido transmitirles lo que Dios les quería dar”.

Ante lo que nos parece “imposible”, nos damos por vencidos antes de la batalla. Ante la necesidad de construir sin herramientas perfectas una obra para la que nos sentimos incapaces, nos cuesta doblar la rodilla ante el Señor y suplicarle que nos lleve por el camino que Él tiene para nosotros.

Sin duda, después de este momento de plenitud y exaltación eclesial que vivimos, vendrán momentos personales o comunitarios que plantearán dudas e incomodidades. Cuando parece que la situación nos puede, es que nuestro orgullo busca donde resguardarse para no sentirse herido. ¿Qué hacer? “… paremos un instante, hagamos un acto de humildad. Entonces, Dios que ama los corazones humillados vendrá en nuestra ayuda.

Quizás tengamos que aceptar las imperfectas herramientas que disponemos, como la única forma de ir adelante. Quizás tengamos que tragarnos el orgullo y hacer lo que se puede con los medios disponibles. Quizás la ausencia de medios nos lleve a buscar donde no queremos buscar y pedir ayuda a quien nos cuesta tanto acercarnos. Ese es el gran reto que se nos presenta por delante: hacer lo imposible con materiales defectuosos y herramientas desgastadas. Pero para Dios todo es posible. Incluso sacar hijos de Abraham de los piedras. Esa es nuestra Esperanza.

domingo, 28 de octubre de 2012

La Nueva Evangelización es insertarse en el camino evangelizador de la Iglesia

El Señor propone la parábola de la levadura."Lo mismo que la levadura comunica su fuerza invisible a toda la masa, también la fuerza del Evangelio transformará el mundo entero gracias al ministerio de mis apóstoles... No me digas: “¿Qué podemos hacer, nosotros doce miserables pecadores, frente al mundo entero?” Precisamente ésta es la enorme diferencia entre causa y efecto, la victoria de un puñado de hombres frente a la multitud, que demostrará el esplendor de vuestro poder. ¿No es enterrando la levadura en la masa, 'escondiéndola', lo que según el Evangelio, transforma toda la masa? Así, también vosotros, apóstoles míos, mezclándoos con la masa de los pueblos, es como la penetraréis de vuestro espíritu y como triunfaréis sobre vuestros adversarios.

La levadura, desapareciendo en la masa, no pierde su fuerza; al contrario, cambia la naturaleza de toda la masa. De la misma manera, vuestra predicación cambiará a todos los pueblos. Por tanto, confiad "... Es Cristo el que da fuerza a esta levadura..." No le reprochéis, pues, el reducido número de sus discípulos: es la fuerza del mensaje lo que es grande. Basta una chispa para convertir en un incendio algunos pedazos de bosque seco, que rápidamente inflamarán a su alrededor todo el bosque verde. (San Juan Crisóstomo (hacia 345-407), Homilías sobre el evangelio de Mateo, n°46, 2)

Ya están disponibles las conclusiones de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización que se ha tenido lugar en Roma desde hace unas semanas. La Nueva Evangelización es un llamado y una necesidad cada día más urgente, ya que la sociedad occidental, tradicionalmente cristiana, deriva rápidamente hacia una sociedad pagana similar a la precristiana. Nos dice el Sínodo:

Conducir a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia Jesús, al encuentro con Él, es una urgencia que aparece en todas las regiones, tanto las de antigua como las de reciente evangelización. En todos los lugares se siente la necesidad de reavivar una fe que corre el riesgo de apagarse en contextos culturales que obstaculizan su enraizamiento personal, su presencia social, la claridad de sus contenidos y sus frutos coherentes. No se trata de comenzar todo de nuevo, sino – con el ánimo apostólico de Pablo, el cual afirma: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (1 Cor 9,16) - de insertarse en el largo camino de proclamación del Evangelio que, desde los primeros siglos de la era cristiana hasta el presente, ha recorrido la historia y ha edificado comunidades de creyentes por toda la tierra.

La evangelización no es algo nuevo y desconocido. Es una tarea que la Iglesia ha venido haciendo a través de los siglos de forma constante. La evangelización tampoco se consigue de una sola vez y homogéneamente. La evangelización es un proceso individual y colectivo que conlleva la conversión de cada una de las personas y de las relaciones que las entrelazan y relacionan: la sociedad. Cristo llamaba a la sociedad de su tiempo “el mundo” y nos previno ante el odio que siente cuando se ve transformada. Este proceso de evangelización se asemeja al proceso de conversión de una masa de trigo, en pan. Para ello es necesaria la levadura, que simboliza la acción evangelizadora de todos y cada uno de nosotros: la Iglesia.

Dice el Sínodo que no se trata de comenzar todo de nuevo, ya que a veces creemos que tenemos que reinventar la rueda, con los costes que conlleva reconstruir lo que ya tenemos a nuestra disposición. El enemigo utiliza esta estrategia para desalentarnos y ganar la batalla instigando el desánimo. Nos dice el Sínodo:

Los cambios sociales, culturales, económicos, políticos y religiosos nos llaman, sin embargo, a algo nuevo: a vivir de un modo renovado nuestra experiencia comunitaria de fe y el anuncio, mediante una evangelizaciónnueva en su ardor, en sus métodos, en sus expresiones” (Juan Pablo II, Discurso a la XIX Asamblea del CELAM, Port-au-Prince 9 marzo 1983, n. 3) como dijo Juan Pablo II. Una evangelización dirigida, como nos ha recordado Benedicto XVI, “principalmente a las personas que, habiendo recibido el bautismo, se han alejado de la Iglesia viven sin referencia alguna a la vida cristiana [...], para favorecer en estas personas un nuevo encuentro con el Señor, el único que llena de significado profundo y de paz nuestra existencia; para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente de gracia que lleva consigo alegría y esperanza para la vida personal, familiar y social”. (Benedicto XVI, Homilía en la celebración eucarística para la solemne inauguración de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 7 octubre 2012)

Los alejados son el primer objetivo que se nos presenta. Aquellas personas que han tenido contacto con la Iglesia, pero que las condiciones sociales les han conducido a un estado apático y desafectado en su fe. Son como madera seca necesitada de algo que les inflame y las transforme.

La sociedad ha sabido crear barreras considerables a la acción de la Iglesia. Hoy en día todo escándalo eclesial se difunde a la velocidad de la luz, mientras que los millones de actos heroicos que se producen dentro de la Iglesia, no llegan a traspasar el umbral de la puerta.

Como dice San Juan Crisóstomo: “Basta una chispa para convertir en un incendio algunos pedazos de bosque seco”. Pero ¿Qué chispa puede prender en maderas que se mantienen húmedas para que no prendan? Esa es la pregunta que nos tenemos que hacer todos y buscar soluciones creativas que permitan vencer la indiferencia que nos rodea.

Como Jesús, en el pozo de Sicar, también la Iglesia siente el deber de sentarse junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para hacer presente al Señor en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo, porque sólo su Espíritu es el agua que da la vida verdadera y eterna. Sólo Jesús es capaz de leer hasta lo más profundo del corazón y desvelarnos nuestra verdad: “Me ha dicho todo lo que he hecho”, cuenta la mujer a sus vecinos. Esta palabra de anuncio - a la que se une la pregunta que abre a la fe: “¿Será Él el Cristo?” - muestra que quien ha recibido la vida nueva del encuentro con Jesús, a su vez no puede hacer menos que convertirse en anunciador de verdad y esperanza para con los demás. La pecadora convertida se convierte en mensajera de salvación y conduce a toda la ciudad hacia Jesús. De la acogida del testimonio la gente pasará después a la experiencia directa del encuentro: “Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo”.

La masa convertida en pan por la levadura, se convierte en masa madre capaz de fermentar más masa de trigo. La postura de Cristo frente a la Samaritana es una estupenda pista. Se acerca a quien sufre y le solicita que sea el sufriente le ayude. Quien sufre se da cuenta que su vida tiene un sentido, ya que le han solicitado ayuda. A partir de la confianza que nace cuando sentimos que somos necesarios, que somos dignos, que significamos algo, es cuando Cristo ofrece la siguiente dimensión. La dimensión simbólica, que no salva por si misma, pero que nos lleva a la salvación, es imprescindible para el ser humano antiguo y actual. Sentirse y saberse levadura es imprescindible para serlo en la realidad.

domingo, 21 de octubre de 2012

Los argumentos de los que rechazan al Espíritu


Que se acaben pues los argumentos de los que rechazan al Espíritu. El Espíritu Santo es uno, derramado por todas partes, iluminando a todos los patriarcas, los profetas y a todo el coro de aquellos que han participado en la redacción de la Ley. Fue él quien inspiró a Juan el Bautista ya desde el seno de su madre; fue, en fin, derramado sobre los apóstoles y todos los creyentes  para que conozcan la verdad que les es dada gratuitamente.

¿Cuál es la acción del Espíritu en nosotros? Escuchemos las palabras del mismo Señor: “Tengo todavía muchas cosas por deciros, pero ahora no las podríais soportar. Os conviene que yo me vaya, porque si me voy os enviaré un defensor, el Espíritu de la verdad que os hará conocer la verdad entera” (Jn 16,7-13). En estas palabras se nos revelan tanto la voluntad del dador, como la naturaleza y el papel a desempeñar de aquel que nos va a dar. Porque nuestra flaqueza no nos permite conocer ni al Padre ni al Hijo; el misterio de la encarnación de Dios es difícil de comprender. El don del Espíritu Santo, que por su intercesión se hace nuestro aliado, nos ilumina…

Ahora bien, este don único que está en Cristo se nos ofrece a todos en plenitud. No falta en ninguna parte, pero se da a cada uno según la medida del deseo del que lo quiere recibir. Este Espíritu Santo permanece en nosotros hasta la consumación de los siglos, es nuestra consolación en la espera, nos es garantía de los bienes de la esperanza que ha de venir, es la luz de nuestros espíritus y el esplendor de nuestras almas. (San Hilario de Poitiers, La Trinidad, 2, 31-35) 
San Hilario de Poitiers nos habla del Defensor, el Paráclito, el Espíritu Santo que Cristo envió a los Apóstoles y que inundó la primera cristiandad. ¿Dónde está el Espíritu hoy en día? Para muchos parece que no existiera y que hubiera desaparecido de la tierra, pero no es así. 
Cristo nos indica se comunicará nos nosotros a través del Espíritu Santo y que esa comunicación será, además, la que nos permita conocer la Verdad y la Voluntad de Dios. Pero ¿Cómo es que no lo tenemos todos los cristianos? San Hilario nos dice que el Espíritu actúa en nosotros en la medida que nosotros le permitimos actuar. Por ejemplo, nos gustaría ser buenos evangelizadores pero nos aterra que nos señalen con un dedo y nos menosprecien. Esto nos hace dar un paso atrás y cerramos las puertas al Espíritu. Entonces aparece un efecto en nuestro corazón: perdemos la Esperanza y nos sentimos incapaces. 

A veces pienso que la desesperanza en la medida de lo cerrado que tenemos el corazón al Espíritu. A le memoria me viene la carta a la Iglesia de Laodicea: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20) 

Dice San Hilario “El don del Espíritu Santo, que por su intercesión se hace nuestro aliado, nos ilumina” Que gran verdad, ya que de otra manera vivimos en la oscuridad causada por nuestro egoísmo y ceguera. Nuestra sociedad es una sociedad cerrada al Espíritu y por lo tanto desesperanzada. Una sociedad que mata a sus propios hijos y los hijos que sobreviven, ya mayores, salen a las calles gritando que quieren quemar a los curas, no es una sociedad feliz. 

Tal vez suene repetitivo, pero una sociedad tan llena de sufrimientos es una sociedad necesitada de Cristo. Nosotros tenemos la misión de acercar a Cristo a tantos sufrientes. Que el Espíritu no ilumine para llevar a cabo esta misión. “Que se acaben pues los argumentos de los que rechazan al Espíritu.

domingo, 14 de octubre de 2012

Cómo y para qué orar. Orígenes y San Agustín nos ayudan.


Me parece que el que se prepara para orar debe antes recogerse y prepararse un poco, para estar más predispuesto, más atento al conjunto de su oración. Debe igualmente alejar de su pensamiento todas las ansiedades y todas las turbaciones, y esforzarse para acordarse de la grandeza de  quién se le acerca, pensar cuan impío es si se presenta ante Dios sin  prestar atención, sin esfuerzo, con una especie de desenfado nocivo, en fin, rechazar todos los pensamientos extraños.

Cuando se va a orar es necesario presentarse, por decirlo de alguna manera, con el alma entre las manos, el espíritu levantado con la mirada puesta en Dios, antes de levantarse apartará el espíritu de la tierra para ofrecerlo al Señor del universo, y por fin, si deseamos que Dios se olvide del mal que hemos cometido contra él mismo, contra los prójimos o contra la recta razón, hemos de dejar todo resentimiento causado por alguna ofensa que creamos haber recibido.

Puesto que son innumerables las actitudes corporales, hemos de preferir sobre todas las demás, aquellas que consisten en extender las manos y aquellas en que elevamos los ojos al cielo, para expresar con el cuerpo actitudes que son imagen de las disposiciones del alma durante la oración, pero las circunstancias pueden llevarnos a veces a orar sentados o incluso acostados. La oración de rodillas es necesaria cuando alguien se acusa ante Dios de sus propios pecados, suplicándole que le cure y que le absuelva. Estar de rodillas es símbolo de este prosternarse y someterse del cual habla Pablo cuando escribe: “Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda la familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3,14-15). Esto es arrodillarse espiritualmente, llamado así porque toda criatura adora a Dios en nombre de Jesús y humildemente se somete a él. El apóstol Pablo parece hacer alusión a ello cuando dice: “Que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo” (Fl 2,10). (Orígenes. Tratado sobre la Oración, 31)

La oración es un ejercicio que no es nada sencillo de realizar. Puede parecer fácil y hasta sentirnos llamados a ella, pero no siempre llegamos a materializar el ansia que nos induce a realizarla. Tal vez nos falte preparación, costumbre o simplemente, nuestra voluble voluntad la termina dejando siempre en segundo plano. Nuestra mentalidad moderna y postmoderna, no lleva a primar la acción sobre la oración.

Orígenes no da algunas interesantes pautas para acercarnos a la oración:

  • Recogimiento
  • Alejar el pensamiento de nuestras ansiedades
  • Presentarse con el “alma en las manos”: humildad y contrición
  • Elegir una postura adecuada y coherente.

Pero esto no nos impide orar en cualquier situación cotidiana. Siempre es momento de alabar al Señor, darle gracias o pedirle perdón. Pero ¿Por qué oramos? ¿Qué nos mueve a hacerlo? Leamos lo que nos dice San Agustín

¿Qué necesidad hay de la misma oración, si Dios sabe ya antes lo que necesitamos, a no ser que la misma intención de la oración serena y purifica nuestro corazón y lo hace más apto para recibir los dones divinos que nos son dados espiritualmente? En efecto, Dios no nos oye porque ambicione nuestras plegarias, pues siempre está pronto para darnos su luz no visible, sino inteligible y espiritual; pero nosotros no siempre estamos dispuestos a recibirla, porque estamos inclinados a otras cosas y entenebrecidos por la codicia de los bienes temporales. En la oración acontece la conversión de nuestro corazón a Dios, que está siempre dispuesto a darse a sí mismo, si recibimos lo que nos va dando y en la misma conversión se purifica el ojo interior, al excluir las cosas temporales que se apetecían para que el ojo del corazón sencillo pueda acoger la luz pura que irradia con el poder divino sin ocaso ni mutación alguna y no solo recibirla, sino también permanecer en ella, no solo sin molestia alguna, sino también con gozo inefable, en el cual se realiza verdadera y sinceramente la vida bienaventurada (San Agustín, tratado sobre el Sermón de la Montaña. Libro 2, Cap 2, 14)

Es evidente que Dios no necesita de nuestra oración. El lo sabe todo y conoce lo que acontece en nuestro interior antes que nosotros mismos nos demos cuenta de ello. Si oramos no es para informarle o para pedirle algo que El desconozca. Oramos, como dice San Agustín, por necesidad propia. Oramos para sintonizarnos con la Voluntad de Dios y hacer posible que recibamos lo que Dios nos ofrece. Oramos como ejercicio de conversión, de transformación de nosotros mismos. Por eso es tan importante preparar la oración mediante los consejos que nos da Orígenes. Si somos capaces de separarnos del mundo, dejar nuestros afanes a un lado, encontrar dentro nuestra la humildad y contrición y hacerlo con una postura corporal coherente, estamos empezando a transformarnos. Si esta preparación abre el paso a la Gracia de Dios, entonces empezará a actuar en nosotros.

Pero, toda esta reflexión nos lleva a pensar en el sentido de las oraciones superficiales, repetitivas y aparentes. Aquellas que se hacen para que los demás nos vean y cumplir con el “protocolo” que nos piden realizar. Sin duda, estas oraciones se pueden contemplar desde la parábola del Publicano y Fariseo para darnos cuenta de qué actitud tiene que movernos a orar al Señor.

Quiera el Señor ayudarnos a andar por el camino de la oración, que tanto necesitamos.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Esperar, con esperanza, nuestro Efettá


Es preciso que examinemos de cerca qué es lo que hace que el hombre sea sordo. Por haber escuchado las insinuaciones del Enemigo y sus palabras, la primera pareja de nuestros antepasados han sido los primeros sordos. Y nosotros también, detrás de ellos, de tal manera que somos incapaces de escuchar y comprender las amables inspiraciones del Verbo eterno. Sin embargo, sabemos bien que el Verbo eterno reside en el fondo de nuestro ser, tan inefablemente cerca de nosotros y en nosotros que nuestro mismo ser, nuestra misma naturaleza, nuestros pensamientos, todo lo que podemos nombrar, decir o comprender, está tan cerca de nosotros y nos es tan íntimamente presente como lo es y está el Verbo eterno. Y el Verbo habla sin cesar al hombre. Pero el hombre no puede escuchar ni entender todo lo que se le dice, a causa de la sordera de la que está afectado... Del mismo modo ha sido de tal manera golpeado en todas sus demás facultades que es también mudo, y no se conoce a sí mismo. Si quisiera hablar de su interior, no lo podría hacer por no saber dónde está y no conociendo su propia manera de ser.

¿En qué consiste, pues, este cuchicheo dañino del Enemigo? Es todo este desorden que él te hace ver y te seduce y te persuade que aceptes, sirviéndose, para ello, del amor, o de la búsqueda de las cosas creadas de este mundo y de todo lo que va ligado a él: bienes, honores, incluso amigos y parientes, es decir, tu propia naturaleza, y todo lo que te trae el gusto de los bienes de este mundo caído. En todo esto consiste su cuchicheo.

Pero viene Nuestro Señor: mete su dedo sagrado en la oreja el hombre, y la saliva en su lengua, y el hombre encuentra de nuevo la palabra. (Juan Taulero, Sermón 49)

Leyendo el evangelio de hoy domingo y esta reflexión de Juan Taulero, dominico que vivió allá por el siglo XIV, me llama la atención lo ajustada que resulta para entender la actualidad que nos rodea.

Vamos por la vida sin ver lo que tenemos delante y sin capacidad para comunicar lo que tenemos dentro. La sordera y la incapacidad de hablar tienen mucho que ver con la soledad que nos impide acercarnos a los demás. Nos cuesta acercarnos unos a otros. Nos cuesta aceptar compromisos que impliquen estar unidos a otras personas. Los problemas de divorcio, malos tratos, violencia doméstica, también tienen su causa en que vivimos incomunicados.

Leía hace un par de días una artículo interesante: KeKaKo: una evangelización que funciona pero ¿también en España? Que habla de lo complicado que resulta en España crear comunidades cristianas. No es fácil encontrar un soporte institucional y si lo hay, actúa con cierta desgana. En América parece que es un poco más fácil, porque existe un sentimiento menos individualista de la vida. Eso que ganan los hermanos americanos y deben conservarlo. Pero de todas formas, ya se va notando que también allá aumenta la soledad y el individualismo.

Nos dice Juan Taulero que “el Verbo habla sin cesar al hombre. Pero el hombre no puede escuchar ni entender todo lo que se le dice, a causa de la sordera de la que está afectado”  Pero no todo es sordera. El ser humano es “también mudo, y no se conoce a sí mismo. Si quisiera hablar de su interior, no lo podría hacer por no saber dónde está y no conociendo su propia manera de ser

¿Podemos evangelizar a aquellas personas que no oyen y que tampoco saben lo que anhelan en su interior? Es complicado, casi imposible. Es necesario que aparezca una chispa de entendimiento y que el corazón se abra al “Verbo habla sin cesar al hombre”. ¿Podemos formar una comunidad vida si somos sordomudos con quienes nos rodean y con Dios?

Juan Taulero nos comenta que esto nos sucede “Por haber escuchado las insinuaciones del Enemigo y sus palabras”. ¿Qué es lo que nos dice el enemigo? “Es todo este desorden que él te hace ver y te seduce y te persuade que aceptes, sirviéndose, para ello, del amor, o de la búsqueda de las cosas creadas de este mundo y de todo lo que va ligado a él”. Es decir, si el enemigo satura nuestros sentidos no seremos capaces de entender que existe mucho más que esta saturación sensorial. Pero el corazón no puede vivir de lo sensorial. Necesita aquello que transciende y que nos da sentido como seres creados por Dios. Por eso nuestra sociedad hay tanta tristeza humana rodeada de opulencia y sensualidad. Por eso los suicidios son cada vez más frecuentes.

Pero el episodio evangélico es todo menos pesimista o melancólico. Cristo se apiada del sordomudo y para sanarle obra un milagro de una manera peculiar.

Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: ‘Efettá’, que significa: ‘Abrete’” (Mc 7, 33-34) Veamos que hizo:

  1. Le separo de lo demás, lo que evidencia un encuentro personal entre el sordomudo y el Señor. Además lo aleja de la multitud, que no es más que el mundo que le rodea y le impide acercarse a Dios.
  2. Toca sus oídos, simbolizando que es la acción de Dios la que actúa sobre nuestro entendimiento.
  3. Cristo utiliza su saliva para tocar la lengua del sordomudo. ¿No es una maravillosa prefiguración de los sacramentos? La Eucaristía.
  4. Pero el milagro no se obra con todos estos preámbulos. Se obra cuando existe una orden directa de Cristo: “Ábrete”. Se evidencia que es la Voluntad de Dios la que hace posible lo imposible.
¿Podemos llevar a nuestra vida cotidiana este esquema? ¿Por qué no? Alejarnos de lo cotidiano, escuchar la Palabra de Dios, recibir los sacramentos y esperar que la Voluntad de Dios haga el resto. Esperar con esperanza nuestro Efettá

Oremos para que en nosotros resuene la maravillosa palabra “Effetá”. Entonces oiremos la Verdad y podremos transmitir a los demás. Podremos conocer lo que el Verbo nos dice al oído y podremos dar a conocer a Cristo.

domingo, 26 de agosto de 2012

Un laicado maduro y comprometido. Melancolía eclesial II


Permítanme tratar la tema de la melancolía eclesial con el objetivo de ver cómo salir de ella. Me fijaré un poco más en el rol que los laicos debemos tener dentro de la Iglesia. Para ello aprovecharé el mensaje que Benedicto XVI acaba de enviar a la VI Asamblea Ordinaria del Forum Internacional de Acción Católica (FIAC). Dice el Santo Padre:

La corresponsabilidad exige un cambio de mentalidad referido, en especial, al papel de los laicos en la Iglesia, que deben ser considerados no como 'colaboradores' del clero, sino como personas realmente 'corresponsables' del ser y del actuar de la Iglesia. Es importante, por tanto, que se consolide un laicado maduro y comprometido, capaz de dar su propia aportación específica a la misión eclesial, en el respeto de los ministerios y de las tareas que cada uno tiene en la vida de la Iglesia y siempre en cordial comunión con los obispos”.

Así mismo, el Papa nos pide a los laicos “el compromiso a trabajar por la misión de la Iglesia: con la oración, con el estudio, con la participación activa en la vida eclesial, con una mirada atenta y positiva hacia el mundo, en la continua búsqueda de los signos de los tiempos”. Nos dice, además, que los fieles laicos somos “llamados a ser testigos valientes y creíbles en todos los ámbitos de la sociedad, para que el Evangelio sea luz que lleva esperanza en las situaciones problemáticas, de dificultad, de oscuridad, que los hombres de hoy encuentran a menudo en el camino de la vida”.

Pero este compromiso debe llevarse en sintonía con “las opciones pastorales de las diócesis y de las parroquias, favoreciendo ocasiones de encuentro y de sincera colaboración con los otros integrantes de la comunidad eclesial, creando relaciones de estima y comunión con los sacerdotes, por una comunidad viva, ministerial y misionera”, así como cultivandorelaciones personales auténticas con todos, empezando por la familia”, ofreciendo nuestra disponibilidada la participación a todos los niveles de la vida social, cultural y política teniendo siempre como objetivo el bien común”.

Seguramente nos preguntemos cómo, nosotros simples laicos, estamos llamados a ser corresponsables del ser y actuar de la Iglesia. ¿Con qué fuerzas podremos actuar? ¿Qué conocimientos podremos aportar? ¿Qué ánimo podremos compartir?

Comparto un breve texto del Padre Pío:

Ten paciencia y persevera en la práctica de la meditación. Al principio conténtate con no adelantar sino a pasos pequeños. Más adelante tendrás piernas que no desearán sino correr, mejor aún, alas para volar.

Conténtate con obedecer. No es nunca fácil, pero es a Dios a quien hemos escogido. Acepta no ser sino una pequeña abeja en el nido de la  colmena; muy pronto llegarás a ser una de estas grandes obreras hábiles para la fabricación de la miel. Permanece siempre delante de Dios y de los hombres, humilde en el amor. Entonces el Señor te hablará en verdad y te enriquecerá con sus dones” (Epistolario 3, 980)

Podemos leer que tanto el Santo Padre como el Padre Pío nos hablan de una actitud que es todo menos melancólica. Nos hablan de no quedarnos sentados mirando y esperando mientras nos invade la tristeza. Nos hablan de ser humildes sin dejar de ayudar en todo lo que veamos posible.

En el evangelio de hoy domingo vemos a los discípulos decir "¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?". Es duro porque se nos dice teniendo el corazón lleno de tristeza y la voluntad atenazada. Cristo vuelve a hablar y nos dice: “El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen

Somos muchos los que no creemos con toda la profundidad que nos reclama Cristo. Muchos nos sentimos petrificados ante la corresponsabilidad que tenemos. Igual que San Pedro (Mt 14, 22-36), sentimos que nos hundimos en el agua y ni siquiera gritamos pidiendo ayuda al Señor. No creemos suficientemente y eso nos paraliza, nos hunde. Una vez en el fondo ¿Qué más da todo?

Pero ¿Dónde iremos si nos conformamos con hundirnos en la melancolía? Sólo el Señor tiene palabras de vida eterna. ¿Dejaremos que nuestra vida pase sin aceptar nuestra corresponsabilidad?

Hay muchas dimensiones eclesiales donde podemos poner nuestro empeño. Podríamos pensar en la comunidad en la que vivimos la Fe. Podemos actuar potenciarla con paciencia y humildad. Ser catalizadores positivos del dinamismo de quienes nos reunimos en el mismo templo a orar. No hace falta tomar el papel de “jefes”, el Padre Pío nos llama a empezar con pasos pequeños y con mucha humildad y paciencia.

Tenemos también muchos frentes de evangelización. Nuestra vida cotidiana nos lleva a reunirnos con amigos, conocidos y familiares. De nuevo, no se trata de coger la espada y ponernos a dar mandobles. Se trata de humildemente y con paciencia, ir dando puntadas que contagien a quienes están fríos espiritualmente.

Aparte, no podemos desatender nuestra espiritualidad y Fe. No viene mal tomar una postura de formación activa, reactivar nuestra oración, lectura de la Palabra de Dios y acercarnos más frecuentemente a los sacramentos, etc.

El Santo Padre nos llama “a la participación a todos los niveles de la vida social, cultural y política teniendo siempre como objetivo el bien común”. Dejemos las melancolías y atrevámonos a levantar nuestra cruz y seguir a Cristo. ¿Cuesta y duele? ¡Claro!

Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.” (Mt 11, 29-30)

domingo, 5 de agosto de 2012

¿Quién ha dicho que ser cristiano es fácil?


Después de la transgresión de Adán, los pensamientos del alma, lejos del amor de Dios, se dispersaron y se mezclaron con pensamientos materiales y terrestres. Porque Adán por su pecado, recibió en sí mismo la levadura de las malas tendencias y, así por participación, todos los nacidos de él de toda la raza de Adán tienen parte en esta levadura. Seguidamente, las malas disposiciones crecieron y se desarrollaron entre los hombres hasta el punto que llegaron a toda clase de desórdenes. Finalmente, la humanidad entera se vio penetrada de la levadura de malicia. 

De manera análoga, durante en su estancia en la tierra, el Señor quiso sufrir por todos los hombres, rescatarlos con su propia Sangre, introducir la levadura celeste de su bondad en las almas de los creyentes humillados bajo el yugo del pecado. Quiso perfeccionar en estas almas la justicia de los preceptos y de todas las virtudes hasta que, penetradas de esta nueva levadura, se unieran para bien y formaran un solo espíritu con el Señor. El alma que está totalmente penetrada de la levadura del Espíritu Santo ya no puede albergar el mal y la malicia, tal como está escrito: El amor no lleva cuenta del mal. Sin esta levadura celeste, sin fuerza del Espíritu Santo, es imposible que el alma sea trabajada por la dulzura del Señor y llegue a la vida verdadera. (San Macario el Egipcio, Homilías) 

La levadura es un hongo microscópico que se alimenta de azucares e hidratos de carbono que transforma otras sustancias. A este proceso se le llama fermentación. En el caso de la levadura del pan, es capaz de transformar una masa de trigo, sal y agua en una masa madre que, una vez horneada, se transformará en uno de los alimentos más completos que existen: pan. Sin duda en la antigüedad, este proceso parecería casi mágico, además de maravilloso. 

San Macario nos habla de dos levaduras, una buena y otra mala. La mala daña la masa de trigo pudriéndola, mientras que la buena, es la que la transforma en masa madre de pan, preparado para ser hornado. Cristo utilizó la levadura para una de las parábolas de Reino más conocidas: 

«El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo» (Mt 13,33) 

Podemos utilizar esta parábola para acercarnos al misterio de la conversión. Primero la conversión individual de las personas y a través de esta conversión, la transformación de la sociedad (mundo) en Reino. 

Pero ¿Para que querríamos transformarnos? ¿No somos suficientemente felices? ¿No tenemos todo lo que necesitamos? La sociedad ha creado un entorno que nos hace creer que tenemos todo lo que necesitamos al alcance de la mano, pero realmente no es así. 

Desde pequeños, nos han señalado un objetivo vital fácil de entender, pero imposible de obtener por nosotros mismos: la felicidad. La felicidad es complicada de definir y entender, pero no por ello no la podremos encontrar en el camino trazado para nosotros por la sociedad. Muchos amigos bien situados y con una vida estable, alguna vez me han hecho el comentario de que “la vida es una porquería, un asco”. Lo curioso es que ante esa sensación de desánimo y engaño no se preguntan ¿Por qué es así la vida? Toman su pesada y decepcionante realidad como el destino de todo ser humano sin revelarse. En el fondo de su ser hay una razón a la falta de felicidad, que pugna por salir: “Nada me sacia, nada me llena. Lo que obtengo, una vez es mío, deja de tener valor” En una palabra: vacío. 

Que nada material nos llena se evidencia en que el número de suicidios crece a la par al incremento del nivel de vida. En España el suicidio ya es la primera causa de muerte no natural. Somos como esa masa de trigo que en si misma no tiene nada que le de sentido. Puede esperar durante un cierto tiempo, pero terminará por descomponerse y después ¿Qué? ¿Quién quiere una masa maloliente y podrida? Ni la propia masa se soporta a si misma.

De hecho el suicidio, depresiones, violencia o desánimo existencial son la evidencia de que la masa no pude quedarse sin nada que la transforme. ¿Qué la puede transformar? La buena levadura, la que convierte la masa de trigo en masa madre preparada para ser horneada. Pero ser transformado es muy incómodo. Significa quedar en evidencia entre las personas que conocemos, cambiar nuestros objetivos, forma de actuar, manera relacionarnos con los demás. Significa morir a ser masa de trigo y nacer a ser masa de pan. 

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? (Mt 16,24) 
De todas formas es muy duro dejar de agarrarse al borde del río, saltarse y dejarse llevar por la corriente. Supone un acto de confianza en la corriente (Voluntad de Dios) que pocas personas están dispuestas a realizar. 

¿Cómo sabemos que la conversión no es un atontamiento vital? como algunos indican. Por dos cuestiones evidentes: 

  1. Porque supone aceptar el reto de que existe un sentido para la vida que vivimos y que lo podemos encontrar."Quien pide recibe, quien busca encuentra, a quien llama se le abre "(Lc 11,5)
  2. Porque desalojar los prejuicios que cómodamente nos sostienen, es todo menos fácil. "Porque les falta fe. Pues yo les aseguro que si ustedes tuvieran fe al menos del tamaño de una semilla de mostaza, podrían decirle a ese monte: ´Trasládate de aquí para allá´, y el monte se trasladaría. Entonces nada sería imposible para ustedes"(Mt 17,20)
Hay que ser valiente para dejarse transformar por la levadura del Reino. Basta mirar la biografía de los Apóstoles para darse cuenta que algo tocó su ser para dejar atrás todas las seguridades y estar dispuestos al martirio y la muerte. ¿Quién ha dicho que ser cristiano es fácil?

domingo, 8 de julio de 2012

Siempre necesitamos el perdón de Dios

El paralítico, incurable, estaba acostado en una camilla. Después de haber agotado el arte de los médicos, llega, traído por los suyos, al único y verdadero médico, el médico venido del cielo. Pero cuando lo pusieron delante de aquel que le podía curar, fue su fe la que atrajo la mirada del Señor. Para demostrar claramente que esta fe destruía el pecado, Jesús dijo inmediatamente: «Tus pecados están perdonados». Quizás alguno me dirá: «Este hombre quería ser curado de su enfermedad ¿por qué Cristo le anuncia la remisión de sus pecados?» Es para que tú aprendas que Dios ve, en el silencio y sin ruido, el corazón del hombre y que contempla los caminos de todos los vivos. En efecto, la Escritura dice: «Los ojos del Señor observan los caminos de los hombres y velan todas sus sendas» (Pr 5,21)...

Sin embargo, cuando Cristo dijo: «Tus pecados están perdonados» dejaba el campo libre para la incredulidad; el perdón de los pecados no se ve con nuestros ojos de carne. Entonces, cuando el paralítico se levanto, puso en evidencia que Cristo posee el poder de Dios. (San Cirilo de Alejandría)

En los evangelios de los días entre semana, se esconden perlas que es difícil dejar pasar sin comentarlas. En este caso traigo el comentario que San Cirilo de Alejandría hace al Evangelio del pasado jueves 5.

¿Cuántas veces Dios perdona nuestros pecados? Tantas como vivamos el sacramento del perdón. Pero este perdón de los pecados es, tal como dice San Cirilo, un campo libre a la incredulidad. ¿Cuántas veces hemos oído que confesarse delante de un hombre es una humillación y una tontería? Muchas.

Si miramos de nuevo al evangelio, veremos que hubo algo en el paralítico que hizo que Cristo realizara un milagro extraordinario delante de los incrédulos. El paralítico tenía una inmensa confianza en Cristo y eso hizo que abriera su corazón al Señor.  «Los ojos del Señor observan los caminos de los hombres y velan todas sus sendas» (Pr 5,21) ¿Tenemos nosotros esa Fe?

Sin duda el paralítico tenía alguna ventaja sobre nosotros. El tuvo al Señor delante de él y oyó sus palabras. Nosotros no, pero eso no nos impide abrir nuestro corazón de igual manera que lo hizo el paralítico. En nuestro caso el milagro no es conseguir que nuestras piernas nos soporten, sino conseguir transformarnos internamente. La pregunta clave es si vamos a confesarnos con esperanza y certeza de que el Señor nos transformará, nos levantará de nuestras infidelidades y errores, para que andemos de Su mano en la vida. Ese milagro también desorientaría y comprometería a los incrédulos, pero ¿permitimos que el Señor nos transforme? ¿Permitimos que el Señor nos transforme en signos de su poder y misericordia?

No es fácil aceptar que el Señor nos transforme, ya que eso conlleva tantas responsabilidades que nos asusta sólo pensarlo. Nos convertiríamos en un signo del Señor y eso es incómodo para nuestra vida actual. ¿Queremos nosotros ser curados de nuestra enfermedad? Quizás sería interesante reflexionar sobre la razón por la que nos confesamos y así empezar a abrir el corazón a Cristo.

Es una realidad que cada vez nos sentimos menos culpables y por lo tanto, menos necesitados de perdón del Señor. Si no sentimos nuestra suciedad, no tendremos la necesidad de lavarnos y Dios será cada vez menos necesario en nuestra vida. Cada vez nos sentimos más capaces de valernos por nosotros mismos. Pero de lo que no somos conscientes es que esto nos lleva a desentendernos de nuestra limpieza corazón y esto produce que cada vez veamos menos a Dios en todos y todo lo que nos rodea. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. ¿No vemos a Dios? Esto implica que tenemos que limpiar nuestro corazón.

El enemigo sabe actuar para separarnos de Dios. ¿Qué mejor forma de alejarnos que hacernos pensar que no tenemos culpa alguna en nuestra conciencia? Ni siquiera aspiramos a ser curados, porque no sentimos que necesitemos del perdón.

San Agustín nos dice lo siguiente: Si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañamos y no hay verdad en nosotros. Al presente ya está bien vivir sin pecado y el que piense que vive sin pecado no aleja de sí el pecado, sino el perdón. (La Ciudad de Dios 14,9,4)

Quien piense que no peca, lo que hace es alejar de si el perdón, ya que si pensamos que vivimos si pecado, nos estamos engañando. Necesitamos de que Gracia que nos transforma y esta Gracia está presente en el sacramento del perdón.
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