lunes, 28 de marzo de 2011

«Perdona nuestras ofensas así como perdonamos a nuestros deudores»

Cristo nos pide dos cosas: condenar nuestros pecados y perdonar los de los otros; hacer la primera cosa a causa de la segunda, que así será más fácil, porque el que se acuerda de sus pecados será menos severo hacia su compañero de miseria. Y perdonar no sólo de palabra, sino desde el fondo del corazón, para no volver contra nosotros mismos el hierro con el cual queremos perforar a los otros. ¿Qué mal puede hacerte tu enemigo que sea comparable al que tú mismo te haces con tu acritud?...

Considera, pues, cuantas ventajas sacas si sabes soportar humildemente y con dulzura una injuria. Primeramente mereces –y es lo más importante- el perdón de tus pecados. Además te ejercitas a la paciencia y a la valentía. En tercer lugar, adquieres la dulzura y la caridad, porque el que es incapaz de enfadarse contra los que le han disgustado, será mucho más caritativo aún con los que le aman. En cuarto lugar arrancas de raíz la cólera de tu corazón, lo cual es un bien sin igual. El libera su alma de la cólera, evidentemente arranca de ella la tristeza: no gastará su vida en penas y vanas inquietudes. Así es que, odiando a los otros nos castigamos a nosotros mismos; amándolos nos hacemos el bien a nosotros mismos. Por otra parte, todos te venerarán, incluso tus enemigos, aunque sean los demonios. Mucho mejor, comportándote así ya no tendrás más enemigos. (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Mateo, nº 61

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Señor, ten paciencia conmigo. No es fácil aceptar que nuestros hermanos se vuelvan contra nosotros y que nos causen daño. Tras el dolor del daño causado, sólo podemos recogernos y acogernos a Cristo. Esperar que Él nos ayude a aceptar sin reproche el daño ajeno. Sólo El puede curar la herida que escuece cada vez que la tocamos. 

Lo más triste del daño causado es el alejamiento y la desesperanza que encontramos en el resentimiento. ¿Quién sino Dios mismo puede comprender nuestro dolor? Pongamos el dolor como ofrenda de paz y dejemos que Dios nos devuelva la Esperanza.

sábado, 26 de marzo de 2011

Ayuno. Entonces el demonio lo deja

De la misma manera que el deseo de la luz es propio de los ojos sanos, el deseo de la oración es propio del ayuno llevado con discernimiento. Cuando un hombre empieza a ayunar, desea que los pensamientos de su espíritu estén en comunión con Dios. En efecto, el cuerpo que ayuna no soporta dormir toda la noche sobre su cama. Cuando la boca del hombre ha sido sellada por el ayuno, éste medita en estado de compunción, su corazón ora, su rostro es grave, los malos pensamientos le abandonan; es enemigo de codicias y de vanas conversaciones. Nadie ha visto jamás a un hombre ayunar con discernimiento y estar sujeto a malos deseos. El ayuno llevado con discernimiento es como una gran mansión que acoge todo bien.

Porque desde el principio se dio a nuestra naturaleza la orden de ayunar, para no comer el fruto del árbol (Gn 2,17), y es de allí que viene quien nos engaña… Es también por él que comenzó nuestro Salvador, cuando fue revelado al mundo en el Jordán. En efecto, después del bautismo, el Espíritu le condujo al desierto, donde ayunó cuarenta días y cuarenta noches.

Todos los que desean seguirle hacen lo mismo desde entonces: es sobre este fundamento que comienzan su combate, porque esta arma ha sido forjada por Dios… Y cuando ahora el diablo ve esta arma en la mano del hombre, este adversario y tirano se pone a temblar. Piensa inmediatamente en la derrota que el Salvador le infligió en el desierto, se acuerda de ella, y su poder se siente quebrado. Desde el momento en que ve el arma que nos dio el que nos lleva al combate, se consume. ¿Hay un arma más poderosa que el ayuno y que avive tanto el corazón en la lucha contra los espíritus del mal? (San Isaac el Sirio, Discursos ascéticos, 1ª serie, nº 85)

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Ayuno. Entiéndase que me refiero al ayuno total, es decir, a no tomar más que los líquidos necesarios durante las horas del día y por la noche, a los sumo, hacer una frugal cena de mantenimiento. Que palabra tal olvidada y menospreciada es el ayuno. En el mundo de la aparente abundancia, ¿Quien puede desear ayunar? ¿Quien puede necesitar alejarse de sus deseos?

Hoy en día no es fácil ayunar y no lo es por tres razones. La primera es que desconocemos realmente los bienes que nos reporta ayunar. La segunda es que no hemos aprendido a ser quienes mandemos en nuestro interior. La tercera es que la ritmo de vida actual nos requiere de comer, beber y consumir más allá de las necesidades mínimas.

¿Cómo ayunar? Les confieso que no tengo la clave mágica que no nos comprometa de manera integral. O ayunamos o no lo hacemos. O nos predisponemos a superarnos o no lo hacemos. ¿Y las consecuencias? Pues serán las que tengan que ser. Si ayunamos un día y el rendimiento de nuestro trabajo baja un 50%, tendremos que hacernos cuenta que estaremos corporalmente como un día de enfermedad leve.

Pero hay otra pregunta a responder. Si ya estamos en el ayuno ¿Cómo utilizar ese estado para orar, meditar y acercarnos a Dios, si estamos en las faenas cotidianas? Pues... es imposible hacerlo con efectividad. Si estamos al 50% de rendimiento y encima nos ponemos místicos, mejor que nos quedemos en casa.

Esa sería una opción para quienes tengan la posibilidad de pedirse un día libre. ¿Por qué no dedicárselo al Señor ayunando y viviendo la cuaresma de manera profunda? Sería maravilloso.

Y que sucede con quienes, por su trabajo, esto es imposible. Tendremos que esperar con esperanza. Todo llega y llegará el momento de que Dios nos dé la oportunidad de vivir con más profundidad la cuaresma. Mientras, aceptemos con humildad que hasta los sacrificios son un que don de Dios da y retira según su voluntad. Dediquemos las energías que nos sobran para mayor gloria de Dios.

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Señor, hágase tu voluntad en la Tierra como se cumple en el cielo. Amén

lunes, 21 de marzo de 2011

Renunciar a si mismo.

"Entonces Jesús dijo a sus discípulos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga". (Mt 16,24)

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Renunciar a si mismo. Menudo desafío. Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida, por lo que tenemos que seguirlo para llegar al Padre. No hay otro camino alternativo a la renuncia, al desprendimiento de si mismo. Este fragmento de Jean Hani nos conduce magistralmente hacia el Camino que es Cristo.

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Renunciar a sí mismo: esa es la condición que puso Cristo a quien quiere entrar en la vía: «El que quiera venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo (aparnisasthô héafton) » (Mt., 16, 24) . El verbo empleado tiene un sentido muy claro: aparnisthai significa «negar», «rechazar»; la orden de Cristo, por tanto, equivale a decir que hay que «negarse a sí mismo», «reducirse a nada». «Es absolutamente imprescindible –dice el anónimo de "La nube del no saber"– que el hombre pierda toda idea y toda sensación de su propio ser». «Cuanto más puedes expulsarte y huir de ti mismo -escribe por otra parte Angelus Silesius-, tanto más debe derramarse Dios en ti con su divinidad»

De lo que se trata es de «perderse» para «encontrarse», conforme a las palabras evangélicas: «El que quiera salvar su vida la perderá; y el que por mi causa pierda su vida la hallará» (Mt., 16, 25). Hay que desnudarse, en cierto modo, no sólo de todo lo creado, exterior a sí mismo, sino también, y sobre todo, hay que desnudarse del yo, pues esta desnudez atrae el descenso de Dios: «El alma tiene que permanecer en su desnudez, sin sentir ninguna necesidad; así es como, con ayuda de la igualdad, consigue el alma llegar a Dios. Porque nada une mejor que la igualdad, pues también Dios permanece en Su desnudez y sin ninguna necesidad... El alma sólo alcanza su perfecta beatitud arrojándose al desierto de Dios, allí donde ya no hay ni operaciones ni formas, para sumirse en ella y perderse en el desierto en el que se aniquila su yo y en el que ella no se preocupa de nada, como cuando todavía no existía (como criatura separada)» . La desnudez del alma coincide con la desnudez de Dios y Su simplicidad, que también es, por decirlo así, Su Pobreza, pues «Dios es la más pobre de las cosas, totalmente desnudo y libre: por eso digo con razón que la pobreza es divina» . La Simplicidad, en Dios, es la otra cara de la unidad; y, en el alma, es la unificación de todas las potencias del ser para regresar primero al estado primordial, que es el «estado de infancia» y la «pequeñez» (Lc., 18, 17, 10-21; Mt., 11, 25 y 10 21; Mt., 11, 25), la unidad del punto primordial adonde regresa el movimiento de la multiplicidad, el punto central y la «puerta estrecha», por donde se pasa luego al «reino de los cielos», lugar de la beatitud suprema: «El círculo de las cosas debe reducirse y anonadarse para que el de la Desnudez, ampliado y dilatado, abarque lo Infinito... Los pobres en espíritu deben permanecer sin ideas en la vasta Simplicidad que no tiene ni fin, ni comienzo, ni forma, ni modo, ni razón, ni sentido, ni opinión, ni pensamiento, ni intención, ni ciencia, que no tiene orbe ni límite. Esta simplicidad desierta y salvaje es el lugar donde habitan, en la Unidad, los pobres en espíritu; allí no encuentra nada, sólo el Silencio libre que responde siempre a la Eternidad».

En este anonadamiento operado por la pobreza y la simplicidad, el ser descubre su propia esencia increada: «Hay algo en el alma que está por encima de la esencia creada... Es un parentesco de especie divina, una unidad en sí mismo, sin relación ni vínculo con cosa alguna... Si pudieses anonadarte a ti mismo, aunque fuese sólo un instante... te pertenecería entonces en propiedad todo eso que reside en ese misterio increado del interior de ti mismo... Mientras sigues preocupándote de ti mismo, o de lo que sea, ignoras el Ser de Dios». (Jean Hani, "Mitos, Ritos y Símbolos")

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Unidad Señor.
Danos el don de la unidad en Ti
Amén.

sábado, 19 de marzo de 2011

Hijo de David, Ten compasión de mi. - San Gregorio Magno

Llegan a Jericó. Y cuando salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: 


«¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!»

Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle.» Llaman al ciego, diciéndole: «¡Animo, levántate! Te llama.» Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?» El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!» Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado.» Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino. (Mc 10, 46-52)

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Con razón la Escritura nos presenta a este ciego al borde del camino y pidiendo limosna, porque el que es la Verdad misma ha dicho: Yo soy el camino. Quien ignora el esplendor de la eterna luz, es ciego.

Con todo, si ya cree en el Redentor, entonces ya está sentado a la vera del camino. Esto, sin embargo, no es suficiente. Si deja de orar para recibir la fe y abandona las imploraciones, es un ciego sentado a la vera del camino pero sin pedir limosna. Solamente si cree y, convencido de la tiniebla que le oscurece el corazón, pide ser iluminado, entonces será como el ciego que estaba sentado en la vera del camino pidiendo limosna.

Quienquiera que reconozca las tinieblas de su ceguera, quienquiera que comprenda lo que es esta luz de la eternidad que le falta, invoque desde lo más íntimo de su corazón, grite con todas las energías de su alma, diciendo: Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí‟.

[...] Es tiempo de escuchar lo que fue hecho al ciego que pedía la vista o, también, lo que él mismo hizo. Dice todavía el Evangelio: "Luego él recuperó la vista y se puso a seguir a Jesús". Ve y sigue quien realiza el bien que conoció; ve pero no sigue aquel que igualmente conoce el bien, pero no se dedica a realizarlo.

Si, pues, hermanos carísimos, ya conocemos la ceguera de nuestro peregrinar; si, con la fe en el misterio de nuestro Redentor, ya estamos sentados en la vera del camino; si, con una oración contínua, ya pedimos la luz a nuestro creador; si, además de eso, después de la ceguera, por el don de la fe que penetra la inteligencia, fuimos iluminados, esforcémonos por seguir con las obras a aquel Jesús que conocemos con la inteligencia. Observemos hacia donde el Señor se dirige e, imitándolo, sigamos sus pasos. En efecto, sólo sigue a Jesús quien lo imita. (Homilía de San Gregorio Magno sobre Mc 10, 46-52)

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El episodio del ciego Bartimeo nos lleva a reflexionar sobre nuestras cegueras y nuestras limitaciones. ¿Cuántas veces creemos que vemos y solo imaginamos ver? ¿Cómo abandonar la ceguera? No podremos nunca hacerlo por nosotros mis, necesitamos de la misericordia de Dios.

A la vera del Camino, que es Cristo mismo, pidiendo misericordia para ser capaces de seguir a quien es Camino, Verdad y Vida. Sigamos pues a Cristo en esta Cuaresma y no dejemos que Sus pasos se alejen de nosotros demasiado.

sábado, 12 de marzo de 2011

Ayuno y Limosna

Ayunar es un remedio de males y una fuente de premios, mas no ayunar en Cuaresma es un pecado. El que ayuna en otro tiempo, recibirá indulgencia; pero el que no lo hace durante la Cuaresma, será castigado". El que no pueda ayunar por enfermedad, coma sencillamente y sin ostentación "Y ya que no puede ayunar, debe ser más caritativo para con los pobres, a fin de redimir con sus limosnas los pecados que no puede curar ayunando. Hermanos, es muy bueno ayunar pero mejor aún dar limosna; mas si se puede practicar lo uno y lo otro, son dos grandes bienes. El que puede dar limosna y no ayunar, entienda que la limosna le basta sin el ayuno. Mas no basta el ayuno sin la limosna El ayuno sin la limosna no es obra buena, a no ser que el que ayuna sea tan pobre, que no tenga nada que dar. Así, pues, en este caso, bástele la buena voluntad". 

Mas ¿quién podrá excusarse de dar limosna, cuando el Señor recompensa un vaso de agua fría? "Además, el Señor, por medio del profeta Isaías, de tal manera exhorta y aconseja la práctica de la limosna, que ningún pobre que se considere, puede excusarse. Pues se expresa de este modo: ¿Sabéis que ayuno quiero yo?... Partir su pan con el hambriento, albergar al pobre sin abrigo (Is. 58,ó-7)". Partir el pan, porque, "aun cuando tu pobreza sea tan grande que no tengas más que uno solo sin embargo, pártelo y da de él al pobre. También dice: Introduce en tu casa a los pobres que no tengan alberque, lo cual equivale a afirmar: Si hay alguno tan pobre que no tiene comida que dar al hambriento, prepárele un lecho en uno de los rincones de su casa. 

¿Qué respuesta daremos, hermanos, qué excusa alegaremos nosotros, que, poseyendo anchas y espaciosas mansiones, apenas nos dignamos alguna vez recibir en ellas a un peregrino? Y eso que no ignoramos, sino que continuamente estamos confesando que en los peregrinos recibimos a Cristo, como El mismo dijo: Peregriné y me acogisteis... Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt. 25,35.40). Nos resulta enojoso recibir en nuestra casa a Cristo en la persona de los pobres y yo me temo que él haga lo mismo con nosotros en el cielo, y que no nos reciba en su gloria. Lo despreciamos en el mundo y yo me temo que él a su vez nos desprecie en el cielo, según aquella sentencia: Tuve hambre y no me disteis de comer... (Mt. 25,42). Fijémonos, carísimos hermanos, en estas palabras; no las oigamos de manera indiferente ni sólo con los oídos del cuerpo, sino que escuchándolas con fidelidad, hagamos de palabra y con el ejemplo que otros también las oigan y las cumplan También nos dice el Señor por boca del profeta Isaías que hemos de vestir al desnudo (ibid.). Precepto riguroso y muy digno de temerse. Yo, sin embargo, no juzgo a nadie. Acuda cada uno y pregunte a su conciencia . (San Ambrosio de Milán - Fragmento Sermón 25)

miércoles, 9 de marzo de 2011

Convertíos

Fijémonos atentamente en la sangre de Cristo y démonos cuenta de cuán valiosa es a los ojos del Dios y Padre suyo, ya que, derramada por nuestra salvación, ofreció a todo el mundo la gracia de la conversión.

Recorramos todas las etapas de la historia y veremos cómo en cualquier época el Señor ha concedido oportunidad de arrepentirse a todos los que han querido convertirse a Él. Noé predicó la penitencia, y los que le hicieron caso se salvaron. Jonás anunció la destrucción a los ninivitas, pero ellos, haciendo penitencia de sus pecados, aplacaron la ira de Dios con sus plegarias y alcanzaron la salvación, a pesar de que no pertenecían al pueblo de Dios.

Los ministros de la gracia divina, inspirados por el Espíritu Santo, hablaron acerca de la conversión. El mismo Señor de todas las cosas habló también de la conversión, avalando sus palabras con juramento: Por mi vida – dice el Señor –, no me complazco en la muerte del pecador, sino en que cambie de conducta, añadiendo además a aquellas palabras tan conocidas: Cesad de obrar mal, casa de Israel. Di a los hijos de mi pueblo: «Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como la grana y rojos como escarlata, si os convertís a mi de todo corazón y decís: "Padre", os escucharé como a mi pueblo santo que sois

Queriendo, pues, que todos los que él ama se beneficien de la conversión, confirmó aquella sentencia con su voluntad omnipotente.

Sometámonos, pues, a su espléndida y gloriosa voluntad, e, implorando humildemente su misericordia y benignidad, refugiémonos en su clemencia, abandonando las obras vanas, las riñas y la envidia, cosas que llevan a la muerte. Seamos, pues, hermanos, humildes de espíritu; abandonemos toda soberbia y altanería, toda insensatez, y pongamos por obra lo que está escrito, pues dice el Espíritu Santo: No se gloríe el sabio de su sabiduría, no se gloríe el fuerte de su fortaleza, no se gloríe el rico de su riqueza, quien se gloríe que se gloríe en el Señor, buscándolo a él y obrando el derecho y la justicia, recordando las palabras del Señor Jesús, con las que enseña la equidad y la bondad.

En efecto, él dijo: Sed misericordiosos y alcanzaréis misericordia; perdonad y seréis perdonados; como vosotros hagáis, así se os hará a vosotros; dad y se os dará; no juzguéis y no seréis juzgados; en la medida en que seáis benignos, experimentaréis la benignidad; con la medida con que midáis se os medirá a vosotros.

Ajustemos nuestra conducta a estos mandatos y así, obedeciendo a sus palabras, comportémonos siempre con toda humildad. Dice, en efecto, la palabra de Dios: En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras.

De este modo, imitando las obras de tantos otros, grandes e ilustres, corramos de nuevo hacia la meta que se nos ha propuesto desde el principio y que es la paz; no perdamos de vista al que es Padre y Creador de todo el mundo, y tengamos puesta nuestra esperanza en la munificencia y exhuberancia del don de la paz que nos ofrece. (Carta a los Corintios. San Clemente Romano)
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